La editorial
Valdemar, antes de irse de vacaciones, nos dejó bien provistos con una serie de novedades entre las que destaca la antología
La araña y otros cuentos macabros y siniestros de
Hans Heinz Ewers, publicada en su colección “Gótica”. El libro me llegó hace unas semanas y aunque me costó un poco empezar, tras coger el ritmo lo he devorado en pocos días.
Lejos ya de la era de esplendor para la novela gótica, antes del triunfo del terror
pulp, Ewers abanderó el horror europeo, aunque también formó parte del histórico. Miembro del NSDAP (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán) desde sus inicios y admirador de Hitler, fue un devoto de la idea de la supremacía de la raza germánica. Antes del surgimiento del partido y durante los primeros años del siglo XX, Ewers, gran viajero, evolucionó desde un intelectual cínico y desarraigado, defensor de la liberación sexual (fue de los primeros en defender la homosexualidad como algo natural e innato, lejos de la desviación moral) influenciado por Nietzche y Stirner (cuya obra principal,
El único y su propiedad, puede encontrarse también en el catálogo de Valdemar), a un amargado nacionalsocialista hitleriano; como tantos otros en la Alemania de su tiempo, la derrota de su país tras la Primera Guerra Mundial y el estado del mismo le llevó a ver en Hitler la respuesta y el alma de la nación alemana.
Afiliado al partido, Ewers procuró difundir su ideología mediante novelas propagandísticas, por lo que durante un tiempo estuvo bajo la protección de los jerarcas nazis; desde el principio, sin embargo, su adherencia a la causa provocó malestar entre parte de la cúpula del partido al considerar que, siendo un provocador, un “pervertido” y un corruptor de masas, podía dar mala fama al movimiento (¡!). Fue esta reticencia y el hecho de que se alineara con el ala menos antisemita (conservando amigos judíos, aunque nadie lo diría con relatos como “El judío muerto”) lo que eventualmente provocaría su caída en desgracia, el repudio de Goebbels y la prohibición de sus obras en Alemania.
Los últimos años de su vida Ewers los pasó siendo ya un paria, y tras su muerte, cayó en el olvido como autor marcado. De no ser por ello, sus creaciones habrían figurado sin duda en todas las antologías del mejor terror contemporáneo en lugar de quedar arrinconadas, al alcance solo de los lectores más dedicados.
A nivel personal, Ewers fue el típico escritor decadentista dado a la bebida, asiduo a los prostíbulos, continuamente al borde de la ruina tanto física como económica. Se mantuvo al margen de la sociedad y criticó desde allí su hipocresía y artificio, algo que se refleja claramente en los relatos que tenemos entre manos. Rastros de la ideología de Ewers se pueden encontrar en ellos por doquier: a grandes rasgos,
su temática de fondo es la oscuridad o la complejidad del alma humana, y quizás en particular del alma femenina, reflejo de la actitud cínica del autor. Estudió derecho a desgana –y con malos resultados académicos– y pese a ello (o gracias a ello) mantuvo una visión muy crítica del sistema judicial, deplorando como, según él, partía de una base errónea: la igualdad de los individuos bajo la ley. Muy afectado por el caso del juicio y condena a Oscar Wilde, autor a quien admiraba, Ewers consideraba que genios como él, o simplemente personas educadas y de clase media-alta, tenían una sensibilidad especial que debería asegurarles un trato acorde en un juicio. Para un banquero –comenta en uno de sus relatos, “Los juristas”– cuatro años de prisión son un tormento y una muerte lenta, pero para un obrero son como estar en la pensión, luego la pena es la misma para ambos cuando debería ser proporcional al sufrimiento que provoca. Era un elitista lleno de contradicciones, defendiendo la libertad individual y relativizando la legalidad a la vez que despreciando el conjunto de la sociedad... y al mismo tiempo, adhiriéndose a un partido fascista.
En definitiva, de Ewers y sus elecciones personales se pueden decir muchas cosas, la mayoría muy poco agradables. Uno sabe que, si quiere evitarse disgustos, es mejor no indagar demasiado en la vida personal de los autores que ha disfrutado: a veces es mejor no saber. Con H. H. Ewers, gracias a la introducción de Valdemar que precede a los relatos, ya sabemos todo antes de empezarlos, y una ves comienza a leerlos, uno avanza con cierta suspicacia.
Pero por muy notorio que sea en este aspecto, Ewers no es un caso único. Prefiero no pensar demasiado en que Lovecraft, y Howard en menor medida, eran profundamente racistas. Que Orson Scott Card es de los peores fanáticos homófobos militantes, que C. S. Lewis fue un católico proselitista bastante molesto (y su obra se veía afectada por ello) o Frank Miller un violento ultraderechista. Y si seguimos encontraríamos muchos otros ejemplos, ya que
cualquier autor anterior al siglo XX probablemente tenía un ideario que bajo la luz actual sería horrendo. Con eso no pretendo comparar los casos que cito con el de Ewers ni relativizar su importancia; solo recordar que al final lo que queda es la obra. Es esta la que tiene que ser juzgada por si misma, simpatizar o no con el escritor; condenarle o amarle, es un accesorio.
Dejemos pues de lado a Ewers y vayamos al fin a sus relatos.
En ellos se potencia la figura del individuo que se mueve entre sus semejantes con picaresca, tomando lo que quiere cuando quiere, manipulando, mintiendo o delinquiendo, ignorando las reglas morales o legales (y cuestionando si lo legal siempre es moral). Casi todos los protagonistas de estos relatos son antihéroes. “La voluntad” es otro gran tema: y aquí nos remitimos otra vez a Nietzche. Por un lado, la voluntad es lo único que impulsa a muchos de sus personajes: sus deseos se convierten en acciones prescindiendo de las limitaciones de la moral tradicional o de la legalidad. Por otro lado, se repite la figura de la mujer –normalmente presentada en estos relatos como un ser inescrutable y temible, depredador– que, ya sea por ser una auténtica hechicera o criatura sobrenatural o simplemente por poseer una voluntad férrea y cualidades de mesmerismo, usa y descarta a sus amantes, a quienes destruye en el proceso. Este es el trasfondo de relatos como el que abre la antología, “La araña” o “El diario de un naranjo”. En ellos el joven confiado cae en las redes de una mujer pérfida cuyos encantos acaban destruyéndole. El primero es un relato realmente sobresaliente, muy inquietante, con detalles –la imitación a través de la ventana– muy perturbadores. Quizás me sobra, en su desarrollo, la insistencia en reforzar la naturaleza de la relación entre la víctima y la depredadora con constantes comparaciones con las arañas y sus costumbres. “El diario de un naranjo” tiene una naturaleza más poética y acaba retratando un final cargado de belleza, aunque igualmente trágico.
Casi todos los cuentos tienen que ver con relaciones, con amores condenados. “La última voluntad de Stanislava d'Asp” es para mi de los mejores, y en su refinada crueldad, y el modo natural y directo con que está escrito y sus personajes caracterizados, encuentro una historia de las que se recuerdan por mucho tiempo que pase. “Eileen Carter” sigue con el tema de la mujer poderosa y un tanto cruel, que usa su belleza y aparente inocencia para lograr sus objetivos. Aún con el tema relaciones y mezclado esta vez con necrofilia tenemos “La peor traición”, otra pieza muy, muy bella, muy evocativa; aquí Ewers se muestra como un auténtico maestro de la ambientación, tomando el manido tema del amor de ultratumba que tantos han tocado –desde Poe con “Ligieia” y “Berenice” a Clark Ashton Smith con “La muerte de Ilalotha” en su ciclo de Zothique)– y dándole una original vuelta de tuerca con un final inmejorablemente resuelto.
Uno de los relatos más macabros sería quizás “La mamaloi”, otro interesante retrato del submundo del vudú en Haití, donde el protagonista, un alemán racista y pedófilo cuya empresa ha prosperado enormemente en la isla gracias a saber aprovecharse de la corrupción económica, se enamora de una sacerdotisa local. Ésta le introduce como testimonio a aberrantes rituales salpicados de veracidad histórica que, a la larga, causarán la perdición de ambos. En el mismo contexto Haitiano “El reino de las hadas” es una breve historia escrita en un tono inocente, el del narrador, que sobresalta por la brutalidad de la realidad que el lector percibe; humor terriblemente negro. En la misma línea de humor negro, la original y siniestra “La esposa de Tophar”, adaptada al cine en 1920, supone otro éxito inolvidable, particularmente su final. “La caja de juegos” es otra historia que destaca por su frescura y exotismo, ambientada en el Vietnam Francés de Tonkin; allí la “civilizada vida” del colono europeo choca con las atroces costumbres del indígena, que no por atroces carecen de refinamiento y peso intelectual. Es una historia muy atractiva, quizás de las dos o tres mejores en la antología.
Completan la antología dos relatos ambientados en España, “El carnaval de Cádiz” (muy colorista pero poco conseguido) y “Salsa de tomate”, que gira en torno a una supuesta tradición andaluza a la que un cura adicto a la visión de la sangre es aficionado; “Los señores juristas”, que sirve a Ewers para exponer sus ideas acerca de la justicia (la ley) y el individuo, y una serie de relatos cortos, que buscan quizás más el impacto visual inmediato de determinadas escenas que el relatar historias complejas. Finalmente, “La joven blanca”, “El cadáver de un ahogado” y “Las manos más bellas del mundo”, con una visión muy irónica de lo absurdo de la vida y la ambición humana.
En retrospectiva, me ha parecido una antología muy satisfactoria. Es revelador como el elemento sobrenatural está casi ausente; En sus tramas
le basta y le sobra con exponer aquello de lo que el ser humano es capaz,
evocando la inquietud, la repulsión y el horror. Es muy atractivo la forma en que Ewers toma lo grotesco y decadente y lo convierte casi en algo bello y exótico. Y me gusta, en la literatura de terror, lo exótico; debe ser una etapa que tarde o temprano terminará, pero ahora mismo estoy cansado de autores que recurren a los viejos mitos del género para sus tramas. Los escenarios lúgubres y las sensibles almas atormentadas de la literatura gótica, las criaturas de Stoker y LeFanu y sus legiones de imitadores (Guillermo del toro uno de los más recientes), las andanzas de los muertos que invaden nuestras pantallas, cómics y libros en un desfilar zombie sin fin me motivan ya muy poco.
Incluso en Lovecraft –y bajo su sombra– encuentro últimamente poco estímulo: sus historias son magníficas y su imaginación desbordante, pero muy contenida en ciertos aspectos. Lovecraft podía imaginar seres atemporales y extradimensionales como nadie, pero sus personajes eran planos: versiones literarias de él mismo, lánguidos artistas y pensadores de mente frágil.
Así pues, ahora mismo busco exotismo. Cuando se vuelva mundano, regresaré a los viejos temas del terror clásico y volveré a disfrutarlos en un ciclo interminable. Mientras siga siendo excitante, nada me satisface más que releer las historias de Clark Ashton Smith, muchas con un tono oriental, todas labradas con una originalidad y un decadente colorido que las hacen únicas; me gusta reencontrarme con Howard y sus héroes atemporale y hoscos, para acompañarles en sus descubrimientos de tierras extrañas. Y a partir de ahora añadiré a Ewers y sus creaciones retorcidas, su devoción por lo grotesco, sus personajes canallas e irreverentes, sus mujeres vengativas y distantes, y los coloridos escenarios inspirados por sus viajes.
Ficha técnica
Fecha de publicación: 28 mayo, 2014. Editor: Valdemar. Géneros: Horror.
Traducción: José Rafael Hernández Arias. Páginas: 432. Precio: 27,50 €. Electrónico: No.
Valoración
★★★★☆