La novela de fantasía autoconclusiva de Naovi Novik llega a las librerías a principios de marzo.
El próximo
8 de marzo llega a las librerías de la mano de
Planeta Un cuento oscuro, una novela de fantasía escrita por la norteamericana
Naomi Novik donde conoceremos a Agnieszka, una muchacha en apariencia normal y que no parece tener ningún don salvo romper cosas sin querer o mancharse con las tareas más sencillas. Pero por alguna razón desconocida ha sido elegida por el Dragón, el hechicero que mantiene a raya la magia del Bosque, y se ha ido a vivir a su Torre para, supuestamente, convertirse en su aprendiz en los años venideros.
La novela no forma parte de ninguna saga, se puede leer de forma totalmente independiente y tiene numerosas referencias a leyendas y cuentos populares. La edición será en tapa dura con sobrecubierta, tendrá 688 páginas y un precio de 19,50 doblones (10,99 en digital).
Podéis a continuación engancharos a
Un cuento oscuro leyendo el primer capítulo de la novela.
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Nuestro Dragón no devora a las niñas que se lleva, digan
lo que digan las historias que cuentan fuera del valle.
A veces las oímos en boca de los viajeros que vienen
y van. Hablan como si estuviéramos haciendo sacrificios
humanos, y como si él fuese un dragón de verdad.
Por supuesto que tal cosa no es cierta: por muy mago e
inmortal que sea, sigue siendo un hombre, y nuestros
padres se unirían y lo matarían si quisiera comerse a
una de nosotras cada diez años. Él nos protege contra el
Bosque, y nosotros se lo agradecemos, pero no tanto.
No, en realidad no las engulle; sólo da esa sensación.
Se lleva a una muchacha a su torre y diez años después
la deja marchar, pero para entonces la joven es alguien
distinto. Sus ropas son demasiado elegantes, habla como
una cortesana y ha estado diez años viviendo con un
hombre a solas, así que, por supuesto, se ha echado a
perder, por mucho que todas las chicas digan que él jamás
les ha puesto la mano encima. ¿Qué otra cosa po-
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drían decir? Y eso no es lo peor... Al final, cuando las
deja marchar, el Dragón les entrega una bolsa llena de
plata a modo de dote para que cualquiera esté encantado
de casarse con ellas, perdidas o no.
Pero ellas no desean casarse con nadie. Ni siquiera se quieren quedar.
—Se les olvida cómo vivir aquí —me dijo mi padre una vez, de manera inesperada.
Yo iba sentada a su lado en el pescante de la carreta, grande y vacía, de camino a casa tras repartir la leña de la semana. Vivíamos en Dvernik, que no era la mayor aldea del valle, ni la más pequeña, ni la más cercana al Bosque: estábamos a once kilómetros de distancia. El camino, sin embargo, nos llevaba por una alta montaña, y, en un día claro, desde la cima se podía seguir el curso del río hasta la franja de tierra calcinada de color gris pálido en el lindero frontal, y la sólida y oscura muralla de árboles más allá. La torre del Dragón estaba lejos, en dirección contraria: una pieza de caliza blanca insertada en la base de la cordillera de poniente.
Yo era todavía muy pequeña, no tenía más de cinco años, creo, pero ya sabía que nosotros no hablábamos sobre el Dragón, ni sobre las chicas que se llevaba, así que se me quedó grabado cuando mi padre quebrantó la norma.
—Se acuerdan de tener miedo —dijo mi padre. Eso
fue todo. Después chasqueó la lengua dirigiéndose a los
caballos, que siguieron avanzando montaña abajo y se
adentraron de nuevo entre los árboles.
Eso no tenía mucho sentido para mí. Todos temíamos
el Bosque, pero el valle era nuestro hogar. ¿Cómo
puede uno abandonar su hogar? Y, sin embargo, las chicas
nunca se quedaban cuando volvían. El Dragón las
dejaba salir de la torre, y ellas regresaban con sus familias
por un breve tiempo, una semana, o a veces un mes,
nunca mucho más. Cogían entonces su bolsa llena de
plata y se marchaban. Se dirigían principalmente a Kralia,
e iban a la Universidad. La mitad de las veces se casaban
con algún hombre de la urbe y, si no, se convertían
en académicas o en tenderas, aunque la gente cuchichease
sobre Jadwiga Bach, a quien se llevó sesenta años
atrás, y que se convirtió en cortesana y en la amante de
un barón y un duque. Aun así, para cuando yo nací Jadwiga
sólo era una mujer mayor y rica que le enviaba
unos espléndidos regalos a sus sobrinos nietos y nunca
iba a visitarlos.
De manera que no se trata ni mucho menos de entregar
a tu hija para que se la coman, pero tampoco es
un motivo de alegría. No hay tantas aldeas en el valle
como para que las probabilidades sean muy bajas; sólo
se lleva a una chica de diecisiete años, nacida entre un
mes de octubre y el siguiente. Había once chicas para
elegir en mi año, y esas probabilidades son peores que
las de jugar a los dados. Todo el mundo dice que se
quiere de un modo distinto a una chica nacida bajo el
Dragón conforme se va haciendo mayor; no lo puedes
evitar, consciente como eres de la facilidad con que
puedes perderla, pero no era así para mí, para mis padres. Cuando tuve la edad suficiente para entender que
se me podría llevar a mí, todos sabíamos ya que se llevaría
a Kasia.
Únicamente los viajeros de paso, que no lo sabían, felicitaban
a sus padres o les comentaban lo hermosa que era
su hija, o qué inteligente, o qué encantadora. El Dragón
no siempre se llevaba a la chica más guapa, pero siempre
se llevaba a la más especial, de alguna manera: de haber
alguna que fuese con mucho la más guapa, o la más brillante,
o la mejor bailarina, o especialmente agradable, él
siempre se las arreglaba para elegirla aunque apenas intercambiase
una palabra con las muchachas antes de elegir.
Y Kasia era todas esas cosas. Tenía una melena trigueña
que lucía en una trenza hasta la cintura, unos ojos
de un cálido color castaño, y su risa era como un cántico
que te daban ganas de entonar. Siempre se le ocurrían
los mejores juegos, y era capaz de inventarse historias
y nuevos bailes que llevaba en la cabeza. Sabía cocinar
para un banquete, y cuando hilaba la lana de las ovejas
de su padre, el hilo salía de la rueca suave y sin el menor
nudo o enredo.
Sé que la estoy haciendo parecer como salida de un
cuento, pero era justo al revés. Cuando mi madre me
contaba los cuentos de la princesa hilandera, la valiente
pastora de los gansos o la doncella del río, yo me las
imaginaba a todas un tanto parecidas a Kasia; ésa era la
idea que me había formado de ella. Y yo no tenía la edad
suficiente para ser sabia, así que la quería más, no menos,
porque sabía que pronto se la llevarían de mi lado.
A ella no le importaba, decía. También era intrépida:
su madre, Wensa, ya se ocupó de ello.
—Tendrá que ser valiente —recuerdo haberle oído
decir una vez mientras empujaba a Kasia para que trepase
a un árbol del que ella se apartaba llorando entre
los brazos de mi madre.
Vivíamos sólo a tres casas la una de la otra, y yo no
tenía hermanas, únicamente tres hermanos mucho mayores
que yo. Kasia era para mí la más querida. Jugábamos
juntas desde la cuna, primero en las cocinas, manteniéndonos
apartadas de los pisotones, y después en la
calle delante de nuestras casas, hasta que pudimos echar
a correr solas por los bosques. Yo nunca quería quedarme
bajo techo cuando podíamos correr de la mano bajo
las ramas. Me imaginaba a los árboles inclinando los
brazos para protegernos. No sabía cómo iba a aguantarlo
cuando el Dragón se la llevase.
Mis padres tampoco habrían temido por mí, no mucho,
aunque no hubiera estado Kasia. A los diecisiete,
yo era una chica escuálida con pinta de potrilla, los pies
grandes y el pelo castaño enredado y sucio, y mi único
don, si se le puede llamar así, consistía en ser capaz de
romper, manchar o perder cualquier cosa que llevara
puesta en las horas que transcurren en un solo día. Mi
madre me consideró un caso perdido a los doce años, y
me dejaba correr por ahí vestida con prendas heredadas
de mis hermanos mayores, excepto en los días de fiesta,
cuando me obligaban a cambiarme de ropa tan sólo
veinte minutos antes de marcharnos de casa y me sentaban en el banco de delante de la puerta antes de irnos a
misa. Aun así, no estaban seguros de que llegase a los
prados comunales de la aldea sin haberme enganchado
en una rama o haberme salpicado de barro.
—Tendrás que casarte con un sastre, mi pequeña
Agnieszka —me decía mi padre entre risas cuando llegaba
por la noche a casa de los bosques y yo corría hasta
él con la cara mugrienta, no menos de un agujero en la
ropa y sin pañoleta.
De todas formas me cogía en brazos y me besaba; mi
madre sólo suspiraba un poco: ¿qué padre lamentaría
unos cuantos defectos en una hija nacida bajo el signo
del Dragón?
*****
Nuestro último verano antes de la elección fue largo,
cálido y estuvo lleno de lágrimas. Kasia no lloró, pero
yo sí. Nos quedábamos hasta tarde en los bosques, estirando
cada día hasta donde podíamos, y después regresaba
a casa hambrienta y cansada y me iba directa
a tumbarme en la oscuridad. Mi madre entraba y me
acariciaba la cabeza, cantando en voz baja mientras yo
lloraba hasta quedarme dormida, y me dejaba un plato
de comida junto a la cama para cuando me despertase
hambrienta en plena noche. Aparte de eso, no trataba
de consolarme: ¿cómo podría? Las dos sabíamos que, al
margen de cuánto quisiera ella a Kasia y a su madre, no
podría evitar sentir un pequeño nudo de alegría en el
estómago: no mi hija, no mi única hija. Y, por supuesto, yo no hubiera querido que ella se sintiese de otro
modo.
Todo se había reducido a Kasia y yo juntas, prácticamente
el verano entero. Cuando éramos pequeñas, íbamos
con el grupo de niños de la aldea, pero al hacernos
mayores, y Kasia más guapa, su madre le dijo:
—Será mejor que no veas mucho a los chicos, mejor
para ti y mejor para ellos.
Aun así, yo seguí con ella, y mi madre les tenía el suficiente
cariño a Kasia y a Wensa como para no intentar
despegarme, aunque supiese que al final me dolería
más.
El último día, encontré para nosotras un claro en el
bosque donde los árboles conservaban las hojas, en tonos
dorados y rojo fuego, que susurraban en lo alto, sobre
nuestras cabezas, con castañas maduras por todo el
suelo alrededor. Hicimos una pequeña hoguera con
ramitas y hojas secas para asar unas cuantas. El día
siguiente sería el primero de octubre, y se celebraría la
gran fiesta para honrar a nuestro patrón y señor. Vendría
el Dragón.
—Estaría bien ser un trovador —dijo Kasia, tumbada
boca arriba con los ojos cerrados. Tarareaba ligeramente
con la boca cerrada: un músico ambulante había
venido para el festival, y aquella mañana había estado
ensayando sus canciones en el prado. Los carros del tributo
habían ido llegando a lo largo de toda la semana—.
Ir por toda Polnya y cantar para el rey.
Lo había dicho pensativa, no como una niña que habla de sus sueños; lo había dicho como alguien que de
verdad está pensando en marcharse del valle, en irse
para siempre. Extendí la mano y agarré la suya.
—Vendrás a casa todos los solsticios de invierno
—le dije—, y nos cantarás todas las canciones que has
aprendido. —Nos quedamos fuertemente cogidas de la
mano, y no me permití recordar que las chicas a las que
se llevaba el Dragón nunca querían regresar.
Por supuesto que en aquel momento yo sólo sentía
un odio atroz hacia él, pero no era un mal señor. Al otro
lado de las montañas del norte, el barón de las Marismas
Amarillas mantenía un ejército de cinco mil hombres
para participar en las guerras de Polnya, y un castillo
con cuatro torres, y una esposa que lucía joyas del
color de la sangre y una capa de piel de zorro blanco,
todo ello a costa de unos dominios que no eran más ricos
que nuestro valle. Un día a la semana los hombres
tenían que ir a trabajar los campos del barón, que eran
las mejores tierras, y él se quedaba con aquellos de sus
hijos más aptos para su ejército, y con todos esos soldados
deambulando por ahí, las muchachas debían permanecer
encerradas y en compañía una vez se hacían
mayores. Y ni siquiera él era un mal señor.
El Dragón sólo tenía una única torre, sin un solo
hombre armado ni un sirviente aparte de la chica que se
llevaba. A él no le hacía falta mantener un ejército: el
servicio que le prestaba al rey era el de su propio trabajo,
su magia. Tenía que ir a la corte de vez en cuando
para renovar su juramento de lealtad, y supongo que el rey podría haberlo llamado a la guerra, pero, en su mayor
parte, su deber consistía en quedarse y vigilar el
Bosque, y en proteger al reino de su malicia.
Su única extravagancia eran los libros. Nosotros
éramos muy leídos para ser unos aldeanos, porque él
pagaba verdadero oro por un solo y magnífico volumen,
así que los libreros ambulantes se acercaban hasta
aquí a pesar de que nuestro valle se encontraba en los
mismos límites de Polnya. Y ya que venían, llenaban las
alforjas de las mulas con todos los libros raídos o los
más baratos que tenían y nos los vendían a nosotros a
cambio de unos peniques. Incluso la casa más pobre del
valle mostraba con orgullo al menos dos o tres libros en
las paredes.
A cualquiera que no viviese lo bastante cerca del
Bosque para entenderlo, todas estas cosas le podrían parecer
insignificantes, menudencias, lejos de ser motivo
para renunciar a una hija. Pero yo había vivido aquel
Verano Verde en el que un viento cálido transportó el
polen del Bosque un largo trecho hacia el oeste, valle
adentro, sobre nuestros campos y jardines. Los cultivos
crecieron con una rabiosa exuberancia, pero también
de un modo extraño y contrahecho. Cualquiera que los
probase enfermaba de ira, atacaba a su propia familia y,
al final, acababa echando a correr hacia el Bosque y desaparecía
si no lo ataban.
Yo tenía seis años en aquella época. Mis padres trataron
de protegerme tanto como pudieron, pero aun así
recordaba de manera muy vívida el sudor frío que el miedo despertaba por todas partes, lo atemorizado que
estaba todo el mundo y el constante aguijonazo del
hambre en la barriga. Para entonces ya habíamos dado
cuenta de las últimas reservas del año, confiando en la
primavera. Un vecino nuestro, loco de hambre, se comió
unas judías verdes. Recuerdo los gritos que salieron
de su casa aquella noche; me asomé a la ventana y vi
cómo mi padre salía corriendo a echar una mano y cómo cogía la horca de la mies del lugar donde ésta descansaba,
contra la pared de nuestro cobertizo.
Un día de aquel verano, demasiado pequeña como
para entender bien el peligro, me escapé de la vigilancia
de mi agotada y famélica madre y eché a correr hacia los
bosques. Encontré una zarza medio muerta en un rincón
resguardado del viento. Metí la mano entre las duras
ramas secas y extraje un racimo de moras que estaba
milagrosamente entero, jugoso y perfecto. Cada mora
fue un estallido de alegría en la boca. Me comí dos puñados y me llené la falda con el resto; corrí a casa mientras
me iban dejando unas manchas violáceas en el vestido,
y mi madre se echó a llorar de horror cuando me
vio las manchas en la cara. No enfermé: aquella zarza
había escapado de la maldición del Bosque, y las moras
estaban buenas. Sin embargo, sus lágrimas me aterrorizaron;
pasé años rehuyendo las moras.
Ese año el Dragón había sido convocado a la corte.
No tardó en regresar, cabalgó directo a los campos e invocó
un fuego mágico que quemase todas las cosechas
contaminadas, todos los cultivos envenenados. Hasta ahí, era su deber, pero acto seguido recorrió todas las
casas en las que alguien había enfermado y les dio a probar
un aguardiente mágico que les aclaró la mente. Dio
la orden de que las aldeas más al oeste, que habían escapado
de la plaga, compartiesen sus cosechas con nosotros,
e incluso renunció por completo a su tributo de
ese año para que ninguno de nosotros muriese de hambre.
La siguiente primavera, justo antes de la siembra,
volvió a recorrer los campos para quemar los pocos restos
corrompidos antes de que pudiesen volver a echar
raíces.
De todos modos, y a pesar de lo mucho que había
hecho por nosotros, no le teníamos afecto. Jamás salía
de su torre para invitar a los hombres a una ronda en la
época de la cosecha como sí lo hacía el barón de las Marismas
Amarillas, o a comprar alguna baratija en la feria
como tan frecuentemente hacían la dama del barón y
sus hijas. En ocasiones, unos grupos ambulantes representaban
obras, o llegaba algún músico por el paso de
las montañas desde Rosya. Él nunca iba a verlos. Cuando
los carreteros le llevaban su tributo, las puertas de la
torre se abrían solas, y ellos le dejaban todas las mercancías
en la despensa sin verlo siquiera. Nunca cruzaba
más de un puñado de palabras con la corregidora de
nuestra aldea, ni siquiera con el alcalde de Olshanka, el
pueblo más grande del valle, que estaba muy cerca de su
torre. No trataba de ganarse nuestro cariño en absoluto;
ninguno de nosotros lo conocía.
Y era desde luego un maestro de la brujería oscura. Los relámpagos destellaban alrededor de su torre en las
noches despejadas, incluso en invierno. Las pálidas volutas
que él liberaba desde su ventana recorrían de noche
los senderos y bajaban por el río camino del Bosque
para vigilarlo en su nombre. Y a veces, cuando el Bosque
atrapaba a alguien —una pastorcilla que se había
acercado demasiado al lindero detrás de su rebaño; algún
cazador que hubiera bebido del manantial inapropiado;
un desafortunado viajero que cruzase el paso de
las montañas tarareando una tonada que no lograra
quitarse de la cabeza—, bueno, el Dragón bajaba también
de su torre a buscarlos; y aquellos a los que él se
llevaba jamás regresaban.
No era malvado, pero sí frío y terrible. Y se iba a llevar
a Kasia, así que le odiaba, llevaba odiándolo años y
años.
Mis sentimientos no cambiaron en el transcurso de
aquella noche. Kasia y yo nos comimos las castañas. El
sol descendió y nuestra fogata se consumió, pero nosotras
nos quedamos en aquel claro mientras duraron los
rescoldos. Tampoco teníamos que irnos muy lejos a la
mañana siguiente. La fiesta de la cosecha se solía celebrar
en Olshanka, pero en un año de elección, siempre
se celebraba en una aldea donde viviese al menos una de
las muchachas para facilitarle un poco el camino a las
familias. Y nuestra aldea tenía a Kasia.
Odié al Dragón aún más al día siguiente, al ponerme
mi elegante vestido verde. A mi madre le temblaban las
manos mientras me trenzaba el pelo. Sabíamos que sería Kasia, pero eso no significaba que no tuviéramos
miedo. Me recogí las faldas para alejarlas del suelo y
subí a la carreta con tanto cuidado como pude, buscando
con atención las astillas y dejando que mi padre me
ayudase. Estaba decidida a hacer un especial esfuerzo.
Sabía que no serviría para nada, pero quería que Kasia
supiese que la quería tanto como para darle una oportunidad.
No me iba a presentar hecha un desastre, ni
me iba a poner bizca o a encorvarme, como hacían las
chicas a veces.
Nos congregamos en el prado comunal de la aldea,
las once que éramos, en una fila. Las mesas del banquete,
muy cargadas, estaban dispuestas en un cuadrado, ya
que no eran lo bastante grandes como para albergar el
tributo del valle entero. Todo el mundo se había reunido
a su alrededor. En las esquinas habían apilado sobre
la hierba sacos de trigo y de avena formando pirámides.
Éramos las únicas que nos encontrábamos de pie en
el prado, con nuestras familias y nuestra corregidora,
Danka, que se paseaba nerviosa de un lado a otro moviendo
los labios en silencio mientras ensayaba su saludo.
No conocía mucho a las otras chicas. No eran de
Dvernik. Todas guardábamos silencio, agarrotadas en
nuestras elegantes vestimentas y con el pelo trenzado,
observando el camino. Aún no había ni rastro del Dragón.
Me pasaban por la cabeza fantasías disparatadas.
Me imaginaba a mí misma tirándome delante de Kasia
cuando llegara el Dragón, y diciéndole que me llevara a
mí en su lugar o afirmando que Kasia no deseaba ir con él, pero sabía que me faltaba el valor para hacer nada
de eso.
Y entonces llegó, de un modo horrible. No vino por
el sendero, sino que apareció de la nada. Yo miraba hacia
allí en ese momento: unos dedos en el aire, y después
un brazo, una pierna y la mitad de un hombre, algo tan
imposible y anormal que no podía dejar de mirarlo por
mucho que tuviera el estómago doblado por la mitad.
Los demás tuvieron más suerte. Ni siquiera repararon
en él hasta que dio su primer paso hacia nosotros, y todos
trataron de evitar un respingo de sorpresa.
El Dragón no era como ninguno de los hombres de
nuestra aldea. Tendría que haber sido un anciano encorvado
y canoso; llevaba un centenar de años viviendo
en su torre, pero era alto, un hombre erguido y sin barba,
con la piel tersa. De haberlo visto en la calle lo habría
tomado por un joven, sólo un poco mayor que yo: alguien
a quien podría haber sonreído desde el otro lado
de las mesas del banquete, alguien que podría haberme
pedido un baile. Pero en su rostro había algo antinatural:
unas líneas en la comisura de sus ojos, como si estuviera
fuera del alcance de los años, pero sí los hubiera
vivido. Aun así no era un rostro feo, pero la frialdad lo
hacía desagradable; en él todo te decía: «No soy uno de
vosotros, ni tampoco quiero serlo».
Sus ropas eran suntuosas, por supuesto; el brocado
de su
zupan habría dado de comer a una familia durante
un año entero, incluso sin los botones de oro. Sin embargo,
era tan delgado como un hombre cuya cosecha se hubiera echado a perder tres años seguidos. Se le veía
tenso, con la nerviosa energía de un perro de caza, como
si estuviese deseando salir de allí cuanto antes. Era el
peor día de nuestras vidas, pero a él no le quedaba paciencia
para nosotras. Nuestra corregidora, Danka, inclinó
la cabeza.
—Mi señor, permitid que os presente a estas...
—Sí, acabemos con esto —la interrumpió.
Sentía cálida la mano de mi padre sobre el hombro
mientras él, de pie junto a mí, hacía una reverencia; la
mano de mi madre se aferraba con fuerza a la mía al
otro lado. Ambos retrocedieron a regañadientes con los
demás padres. De manera instintiva, las once chicas nos
aproximamos las unas a las otras. Kasia y yo nos hallábamos cerca del final de la fila. No me atreví a cogerle la
mano, pero estaba tan cerca de ella que nuestros brazos
se tocaron. Miré al Dragón y lo odié, y volví a odiarlo
mientras él recorría la fila e iba levantando el rostro de
cada muchacha, por el mentón, para mirarla a la cara. ´
No nos habló a ninguna. No le dijo ni una palabra a
la que estaba a mi lado, la chica de Olshanka, aunque su
padre, Borys, era el mejor criador de caballos del valle, y
ella lucía un vestido de lana teñida de rojo vivo y llevaba
los cabellos negros en dos largas y bellas trenzas entrelazadas
con ribetes rojos. Cuando llegó mi turno, me
miró con una arruga en el ceño —fríos ojos negros y labios
pálidos y fruncidos—, y dijo:
—¿Tu nombre, niña?
—Agnieszka —dije yo, o traté de decir; descubrí que
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tenía la boca seca. Tragué saliva—. Agnieszka —volví a
decir en un susurro—. Mi señor.
Me ardía la cara. Bajé la mirada. Vi que, a pesar de
todo cuanto me había cuidado, tenía tres grandes manchas
de barro en la falda que ascendían desde el dobladillo.
El Dragón avanzó. E hizo una pausa, mirando a Kasia,
como no lo había hecho con ninguna de las demás.
Permaneció allí con la mano debajo de la barbilla de
ella, con una débil sonrisa complacida que le curvó los
finos y duros labios, y Kasia lo miró con valentía y sin
inmutarse. No trató de hacer que su voz sonara áspera
ni chillona, ni nada que no fuese firme y musical al responder.
—Kasia, mi señor.
Él le volvió a sonreír, no con cortesía, sino con la expresión
de un felino satisfecho. Continuó hasta el final
de la fila como si no tuviera más remedio que hacerlo,
sin apenas mirar a las dos muchachas que venían detrás
de ella. Oí cómo Wensa tomaba aire de un modo que
era casi un sollozo, a nuestra espalda, cuando él se volvió
y regresó para observar mejor a Kasia sin borrar de
su rostro aquella mirada de satisfacción. Y entonces
frunció de nuevo el ceño, volvió la cabeza y me miró fijamente.
Yo me había olvidado de mí misma y había acabado
cogiéndole la mano a Kasia. La estaba apretando con
todas mis fuerzas, y ella correspondía. Se soltó a toda
prisa, y yo junté las manos delante de mí temerosa, acalorada. Él se limitó a mirarme un poco entrecerrando
los ojos. Luego alzó la mano, y en sus dedos cobró forma
una minúscula esfera de llamas de color blanco azulado.
—Ella no tenía ninguna intención... —dijo Kasia,
valiente a más no poder, de un modo en que yo no lo
había sido por ella. Le temblaba la voz, pero era audible,
mientras yo me estremecía como un conejillo sin apartar
la mirada de la esfera—. Por favor, mi señor...
—Silencio, niña —dijo el Dragón, y extendió la
mano hacia mí—.
Tómala.
—Yo... ¿Qué? —respondí desconcertada.
—No te quedes ahí como una cretina —dijo él—.
Tómala.
Me temblaba tanto la mano cuando la levanté que,
por mucho que lo odiase, no pude evitar un roce contra
sus dedos al coger la esfera; su piel ardía febril al tacto.
La esfera de llamas, sin embargo, estaba fría como el
mármol, y no me hizo ningún daño al tocarla. Sorprendida
de puro alivio, la sostuve entre los dedos sin apartar
la mirada de ella. Él me contempló con una expresión
de fastidio.
—Bueno —dijo de mala gana—, entonces tú, supongo.
—Tomó la esfera de mi mano y en un instante la
encerró en el puño; se desvaneció tan rápido como había
aparecido. Se volvió y le dijo a Danka—: Envíame el
tributo cuando puedas.
Yo no lo había entendido aún. No creo que nadie lo
hubiese comprendido, ni siquiera mis padres; todo había pasado demasiado rápido, y yo seguía impactada
por el hecho de haber llamado siquiera su atención.
Tampoco tuve ni la oportunidad de darme la vuelta y
despedirme por última vez antes de que él regresara y me
cogiese del brazo por la muñeca. Sólo Kasia se movió;
volví la cabeza para mirarla y vi que estaba a punto de
acercarse como para protestar, pero el Dragón tiró entonces
de mí con impaciencia, me arrastró a trompicones
y volvió a desvanecerse en el aire.
Yo tenía la otra mano contra la boca, sentía arcadas,
cuando volvimos a aparecer de la nada. Al soltarme del
brazo caí de rodillas y vomité sin ver siquiera dónde me
encontraba. Masculló una exclamación de asco —le había
salpicado la larga y elegante punta de la bota de cuero—
y dijo:
—Es inútil. Deja de vomitar, niña, y limpia esta porquería.
—Se apartó de mí y escuché el eco de sus tacones
en las losetas. Desapareció.
Allí me quedé, temblando, hasta que tuve la certeza
de que no iba a echar nada más, y entonces me limpié la
boca con el dorso de la mano y levanté la cabeza. Me
encontraba en un suelo de piedra, pero no de cualquier
piedra, sino de puro mármol blanco surcado de vetas de
un intenso verde. Era una estancia redonda y pequeña
con troneras por ventanas, demasiado altas para mirar
por ellas, aunque sobre mi cabeza el techo se inclinaba
de forma abrupta. Estaba en lo más alto de la torre.
No había ningún mobiliario en la habitación, ni
nada que pudiese emplear para fregar el suelo. Acabé echando mano de la falda de mi vestido: de todos modos
ya estaba sucia. Pasados unos instantes, en los que
permanecí sentada y me fui sintiendo cada vez más aterrorizada,
como no sucedía nada en absoluto me puse
en pie y me deslicé tímidamente por el pasillo. Habría
tomado cualquier salida de la habitación que no fuese
la que él había utilizado, de haber habido una. No la
había.
No obstante, él ya se había marchado. El corto pasillo
estaba vacío. Tenía bajo los pies el mismo mármol
frío y duro, iluminado por una desagradable luz blanquecina
que provenía de unas lámparas colgantes. No
eran verdaderas lámparas, en realidad, sólo unos trozos
de piedra clara y pulida cuyo interior brillaba. Únicamente
había una puerta y, más allá de ésta, un arco al
fondo que conducía a unas escaleras.
Empujé la puerta para abrirla y eché un vistazo al
interior, nerviosa, porque eso era mejor que dejarla
atrás sin saber lo que había dentro. Sin embargo, tan
sólo daba paso a una habitación pequeña y despejada,
con una cama estrecha, una mesita y un sencillo lavamanos.
Tenía en el lado opuesto una ventana grande, y
pude ver el cielo. Eché a correr hacia ella y me asomé al
alféizar.
La torre del Dragón se erguía en las estribaciones del
límite occidental de sus tierras. Todo nuestro largo valle
se extendía hacia el este, con sus aldeas y sus granjas, y
desde aquella ventana podía seguir el trazado entero del
Huso, que discurría azul plateado por el centro, con el sendero pardo y polvoriento a su vera. El río y el camino
discurrían juntos hasta el extremo opuesto de las tierras
del Dragón, zambulléndose en franjas de arboledas y resurgiendo
en las aldeas hasta que el camino disminuía
para quedar en nada justo antes de la enorme maraña negra
del Bosque. El río se adentraba a solas en sus profundidades
y se desvanecía para no volver a salir jamás.
Allí estaba Olshanka, el pueblo más cercano a la
torre, donde se celebraba el gran mercado los domingos:
mi padre me había llevado en dos ocasiones. Más
allá, Poniets, y Radomsko, que se arremolinaba en la
orilla de su pequeño lago. Y allí estaba mi querida Dvernik
con su amplia plaza verde. Pude ver incluso las
grandes mesas blancas dispuestas para el banquete al que
el Dragón no había querido quedarse, me deslicé hasta
quedar de rodillas con la frente apoyada en el alféizar y
lloré como una niña.
Pero mi madre no vino a posarme la mano sobre la
cabeza; mi padre no tiró de mí y me levantó para hacerme
reír y dejar atrás las lágrimas. Allí permanecí sola,
sollozando hasta que la cabeza me dolió demasiado, y
tras eso me sentí agarrotada y fría, tirada en aquel suelo
tan duro que hacía daño; me goteaba la nariz y no tenía
nada con lo que limpiarme.
Utilicé para ello otra parte de la falda y me senté en
la cama tratando de pensar qué hacer. La habitación estaba
vacía, aunque ventilada y arreglada, como si la acabasen
de dejar. Y probablemente así era. Alguna otra
joven había vivido allí durante diez años, sola por completo, mirando el valle. Ahora se había marchado a casa
para despedirse de su familia, y la habitación era mía.
En la pared frente a la cama colgaba un único cuadro
en un marco dorado. No tenía ningún sentido, demasiado
grande para aquella habitación diminuta, y no
era un cuadro, en realidad: tan sólo una franja ancha de
color verde pálido, gris parduzco en los bordes, con una
brillante línea azul plata que la atravesaba por el centro
trazando suaves curvas y otras líneas plateadas más estrechas
que surgían de los márgenes para llegar a su encuentro.
Me quedé mirándolo y me pregunté si también
sería mágico. Jamás había visto nada parecido.
Pero en ciertos lugares a lo largo de la línea plateada
había círculos pintados en intervalos que me resultaban
familiares, y pasado un instante caí en la cuenta de que
el cuadro también era el valle sólo que plano, tal y como
lo habría visto un pájaro desde las alturas. Aquella línea
plateada era el Huso, que discurría por el valle desde las
montañas y se adentraba en el Bosque, y los círculos
eran las aldeas. Los colores eran vibrantes, la pintura satinada
y en un relieve de minúsculos picos. Casi podía
ver las ondulaciones en el río, el brillo de los rayos del
sol sobre sus aguas. Te atraía y lograba que no quisieras
dejar de mirarlo, sin descanso. Pero al mismo tiempo
no me gustaba. Era una caja dibujada alrededor del valle
vivo, que lo enclaustraba, y mirarlo hacía que yo misma
me sintiera encerrada.
Aparté la mirada. No me veía capaz de quedarme en
la habitación. No había desayunado nada, ni cenado la noche anterior; todo aquello había sido un trago muy
amargo. Debería tener menos apetito ahora, cuando me
había sucedido algo peor que cualquier cosa que me hubiera
imaginado, pero, en cambio, tenía un hambre que
hasta me dolía, y no había ningún criado en la torre, así
que nadie iba a traerme la cena. Entonces se me ocurrió
algo peor: ¿y si el Dragón esperaba que le llevase yo la
suya?
Y, acto seguido, algo todavía peor que eso: ¿y después
de la cena? Kasia siempre decía que ella creía a las
mujeres que regresaban, que el Dragón no les ponía la
mano encima. «Hace ya un centenar de años que se lleva
chicas —decía siempre con firmeza—. Una de ellas
lo habría admitido y se habría sabido.»
Sin embargo, unas semanas atrás, Kasia le había pedido
en privado a mi madre que le contase qué sucedía
cuando una joven se casaba, que le explicase lo que le
habría contado su propia madre la noche antes de su
boda. Las oí por la ventana al regresar de los bosques,
me quedé escondida y escuché mientras unas lágrimas
ardientes me caían por las mejillas. Estaba enfadada,
muy enfadada por mi amiga Kasia.
Ahora, ésa sería yo. Y yo no era valiente, me veía incapaz
de respirar hondo para no quedarme agarrotada,
tal y como mi madre le dijo a Kasia que hiciese para que
no le doliera. Me descubrí imaginándome por un terrible
momento el rostro del Dragón muy cerca del mío,
más aún que cuando me había inspeccionado en la elección:
sus ojos negros, fríos y brillantes como una piedra, esos dedos, duros como el hierro, tan extrañamente cálidos, apartando el vestido de mi piel mientras él me miraba
con esa perfecta sonrisa de satisfacción. ¿Y si todo
él era tan ardiente y lo fuera a sentir casi como un tizón
al rojo, por todo el cuerpo, mientras él se colocaba sobre
mí y...?
Me sacudí de encima estos pensamientos y me puse
en pie. Eché un vistazo a la cama y a aquella habitación
pequeña y cerrada sin ningún lugar donde esconderse, y
acto seguido salí y recorrí de nuevo el pasillo. Allí estaba
la escalera, al fondo, que descendía en una espiral cerrada,
de forma que no podía ver lo que me aguardaba a la
vuelta. Puede parecer estúpido tener miedo de bajar por
una escalera, pero yo estaba aterrorizada. Estuve a punto
de volver a la habitación. Acabé poniendo una mano
sobre la pared de piedra lisa y bajé despacio, situando
ambos pies en cada peldaño y deteniéndome a escuchar
antes de seguir bajando.
Después de haber descendido una vuelta entera y
que nada se me hubiese echado encima, empecé a sentirme
como una idiota y a caminar más rápido. Pero di
otra vuelta sin llegar aún a un descansillo; y otra vuelta
más, y de nuevo comencé a sentir miedo, esta vez de que
la escalera fuese mágica y continuara así para siempre,
y..., bueno. Empecé a ir más y más rápido y bajé tres escalones
de golpe hasta un descansillo, entonces me di de
bruces con el Dragón.
Yo era escuálida, pero mi padre era el hombre más
alto de la aldea, y yo le llegaba por el hombro, y el Dragón no era un hombre muy grande. Casi nos caímos
juntos por las escaleras. Se agarró de la barandilla con
una mano, rápido, me cogió del brazo con la otra y de
algún modo se las arregló para evitar que ambos aterrizásemos
en el suelo. Me encontré muy inclinada sobre
él, aferrada a su abrigo y mirando fijamente su asombrado
rostro. Por un segundo permaneció demasiado
perplejo como para pensar, y cobró el aspecto de un
hombre normal y corriente sobresaltado por algo que se
le abalanza, con una expresión un poco tonta y blanda,
los labios separados y los ojos muy abiertos.
Yo misma estaba tan sorprendida que no moví un
músculo, permanecí quieta, mirándole impotente y boquiabierta,
y él se recuperó enseguida; una expresión
iracunda le barrió la cara, y me puso de pie en el suelo
de un empujón. Entonces reparé en lo que acababa de
hacer y, antes de que él pudiese hablar, solté en un ataque
de pánico:
—¡Estoy buscando la cocina!
—Desde luego —dijo él con suavidad.
Su expresión ya no tenía nada de blando, y no me
había soltado el brazo. Me agarraba con mucha fuerza,
me hacía daño; podía sentir el calor a través de la manga
del vestido. Me atrajo hacia él de un tirón y se inclinó
hacia mí, y creo que le hubiera gustado mirarme desde
más arriba, y que el hecho de no poder le enfadaba todavía
más. De haber tenido un instante para pensarlo,
me habría echado hacia atrás para parecer más pequeña, pero estaba demasiado cansada y asustada, así que su rostro quedó justo ante el mío, tan cerca que tuve su
aliento en los labios y sentí su frío y malicioso susurro:
—Quizá debería mostrarte yo el camino.
—Yo puedo..., puedo... —intenté decir, temblando
y tratando de apartarme de él.
Se volvió y me arrastró escaleras abajo mientras dá-
bamos vueltas y más vueltas, cinco esta vez, antes de llegar
al siguiente descansillo, y después otras tres vueltas
más, la luz cada vez más tenue, antes de sacarme a rastras
hacia el piso inferior de la torre, una sola estancia
enorme sin muebles, un calabozo de piedra viva con
una enorme chimenea en forma de boca de la que se
elevaban llamas endemoniadas.
Me acercó a la chimenea y, por un instante aterrador,
pensé que pretendía tirarme dentro. Era fuerte,
mucho más de lo que correspondería a su tamaño, y no
le había costado llevarme escaleras abajo detrás de él,
pero no iba a permitir que me echase al fuego. Yo no era
una niña fina y callada; me había pasado toda la vida
corriendo por los bosques, trepando a los árboles y atravesando
zarzas, y el pánico me daba fuerzas. Chillaba
mientras él tiraba de mí para acercarme más, y me retorcí
en un arrebato de forcejeos y zarpazos hasta que,
esta vez sí, conseguí tirarlo al suelo.
Caí con él. Nuestras cabezas golpearon contra las losetas
del suelo, y permanecimos tumbados y aturdidos
un momento con las extremidades entrelazadas. El fuego
saltaba y crepitaba junto a nosotros y, a medida que
se me pasaba el pánico, advertí que en la pared de al lado había las portezuelas de hierro de un horno, un espetón
de asar delante y, encima, una amplia balda con
cacerolas para cocinar. Sólo era la cocina.
Pasado un segundo, me dijo en un tono casi maravillado:
—¿Has perdido el juicio?
—Creía que me ibais a meter en el horno —dije, aún
aturdida, y me eché a reír.
No era una risa de verdad: a esas alturas estaba medio
histérica, hecha un nudo y hambrienta, con magulladuras
en los tobillos y en las rodillas después de haber
sido arrastrada por las escaleras, tenía un dolor de cabeza
como si me hubiese roto el cráneo, y simplemente no
podía parar.
Sólo que
él no sabía eso. Todo cuanto sabía era que
la estúpida cría de la aldea que había escogido se estaba
riendo de él, el Dragón, el más grande mago del reino y
su amo y señor. No creo que nadie se hubiera reído de él
en un centenar de años. Liberó a empujones sus piernas
de entre las mías, se puso en pie y me miró desde lo alto,
indignado como un gato. Yo me reí con más fuerza, y él
me dio la espalda de forma abrupta y me dejó allí riéndome
en el suelo, como si no se le ocurriera qué otra
cosa hacer conmigo.
Una vez se hubo marchado, mis risas disminuyeron
hasta desvanecerse, y de algún modo me sentí menos
vacía y temerosa. Al fin y al cabo, no me había metido
en el horno, ni siquiera me había azotado. Me levanté y
observé la estancia: costaba verla, porque la luz de la chimenea era muy intensa y porque no había más luces
encendidas, pero cuando me mantuve de espaldas a las
llamas sí logré distinguir la habitación: había huecos y
paredes bajas con estantes repletos de brillantes botellas
de cristal, y vino, advertí. Mi tío había traído una vez
una botella a casa de mi abuela, por el solsticio de invierno.
Vi un montón de provisiones: barriles de manzanas
empaquetadas en paja, sacos de patatas, zanahorias y
chirivías, largas ristras de cebollas. En una mesa en el
centro de la estancia vi un libro puesto de pie que tenía
al lado una vela apagada, un juego de escritorio y una
pluma. Al abrirlo encontré un registro de todas las provisiones
escrito con letra firme. Al final de la primera
página había una nota escrita con letra muy pequeña;
cuando encendí la vela y me agaché, apenas pude leerla:
Desayuno a las ocho, comida a la una, cena a las siete.
Deja la comida lista en la biblioteca, cinco minutos antes,
y ni te hará falta verle —no tenía que decir a quién—
en
todo el día. ¡Valor!
Gran consejo. Aquel «¡Valor!» era como el roce de
una mano amiga. Me aferré al libro y lo apreté contra
mí, sintiéndome menos sola por primera vez en todo el
día. Parecía aproximarse el mediodía, y el Dragón no
había comido en nuestra aldea, así que empecé a pensar
en la cena. No era una gran cocinera, pero mi madre
había insistido hasta que fui capaz de preparar un menú, y yo me encargaba de recolectar los alimentos para la
familia, de manera que sabía diferenciar bien lo fresco
de lo podrido y si una pieza de fruta estaría dulce o no.
Nunca había tenido tantas provisiones a mi disposición:
había incluso cajones de especias que olían como la tarta
del solsticio de invierno, y un tonel entero lleno de sal
gris, fresca y suave.
En un extremo de la estancia había un lugar extrañamente
frío donde hallé carne colgada: un venado entero
y dos liebres grandes; también había un cajón con paja
repleto de huevos. Una barra de pan fresco y ya horneado
descansaba envuelta en un paño en el hogar, y a su
lado descubrí una cacerola entera de estofado de conejo,
alforfón y guisantes pequeños. Lo probé: era digno
de un día de fiesta, salado y un poco dulce, y tan tierno
que se deshacía en la boca; otro regalo de aquella mano
anónima del libro.
Yo no sabía cómo preparar unos alimentos como
aquéllos, en absoluto, y me daba pavor que el Dragón lo
esperase. Pero, de todas formas, estaba inmensamente
agradecida por tener aquella cacerola ya lista. Volví a
colocarla en la rejilla sobre el fuego para que se calentase
—y me manché el vestido al hacerlo—, puse dos huevos
en un plato y lo metí en el horno para que se cociesen.
Encontré una bandeja, un cuenco, un plato y una cuchara.
Cuando el conejo estuvo listo, lo coloqué en la
bandeja, corté el pan —tuve que cortarlo, porque había
arrancado el extremo de la barra y me lo había comido
mientras esperaba a que se calentara el conejo— y saqué mantequilla. Incluso asé una manzana con las especias:
mi madre me había enseñado a hacerlo para nuestras
cenas de los domingos en invierno, y aquí había tantos
hornos que la pude asar mientras se preparaba todo lo
demás. Hasta me sentí un poco orgullosa de mí misma
cuando todo estuvo dispuesto en la bandeja: parecía
una celebración, aunque extraña, con lo justo para un
solo hombre.
La llevé escaleras arriba con cuidado, pero me di
cuenta demasiado tarde de que no sabía dónde estaba la
biblioteca. De haberlo pensado un poco, habría llegado
a la conclusión de que no se encontraba en el piso más
bajo, y así era, desde luego, aunque no lo descubrí hasta
después de haberme paseado con la bandeja por un
enorme salón circular con las ventanas cubiertas por
unas cortinas y un sólido sillón con aspecto de trono al
fondo. En la otra punta había una puerta, pero al abrirla
me topé tan sólo con el vestíbulo de entrada y las enormes
puertas de la torre, tres veces más altas que yo y
atrancadas con un grueso tablón de madera en unos soportes
de hierro.
Di la vuelta, regresé por el pasillo hacia las escaleras,
subí hasta el siguiente descansillo y allí vi el suelo de
mármol cubierto con unas suaves pieles. Jamás había
visto una alfombra hasta entonces. Por eso no había oído
los pasos del Dragón. Recorrí el pasillo sigilosa e inquieta,
y me asomé a la primera puerta. Retrocedí a toda prisa:
la habitación estaba llena de mesas alargadas, botellas
extrañas, pociones burbujeantes y chispazos antinaturales de colores que no surgían de chimenea alguna; no
quise pasar un segundo más allí dentro. Pero aun así me
las ingenié para engancharme el vestido en la puerta y
rasgarlo.
Por último, la puerta siguiente, al otro lado del pasillo,
daba acceso a una habitación rebosante de libros:
estanterías de madera repletas de ellos desde el suelo
hasta el techo. Olía a polvo, y sólo había unas pocas ventanas
estrechas que arrojaran luz al interior. Me alegré
tanto de haber encontrado la biblioteca que al principio
no me di cuenta de que el Dragón estaba allí: sentado en
una pesada silla con un libro en una mesilla sobre sus
piernas, tan grande que cada página tenía la longitud de
mi antebrazo, con un candado de oro colgando de la
cubierta del volumen abierto.
Me quedé petrificada mirándole, como si me hubiese
traicionado el consejo del libro. De algún modo había
supuesto que el Dragón se quitaría oportunamente
de en medio hasta que yo tuviera la oportunidad de
llevarle la comida. Él no había levantado la cabeza para
mirarme, pero en lugar de desplazarme en silencio con
la bandeja hasta la mesa del centro de la sala, dejarla allí
y marcharme corriendo, permanecí en el umbral y dije:
—He..., he traído la cena. —No quería marcharme
hasta que él me lo indicase.
—¿De verdad? —dijo él, cortante—. ¿Sin caerte en
una fosa por el camino? Estoy sorprendido. —Entonces
sí me miró y frunció el ceño—. ¿O sí te has caído en una
fosa?
Bajé la vista. La falda tenía una mancha enorme y fea
de vómito —la había limpiado lo mejor que pude en la
cocina, pero no había salido del todo— y otra allá donde
me había sonado la nariz. Había tres o cuatro manchas
de estofado y unas cuantas salpicaduras más de la
palangana en la que había fregado los cacharros. El dobladillo
continuaba embarrado desde la mañana, y ya le
había hecho unos cuantos rotos más sin darme cuenta.
Mi madre me había trenzado y enrollado el pelo esa
mañana y me lo había recogido, pero los moños se me
habían ido deshaciendo, y ahora no eran más que unos
nudos enmarañados que me colgaban a la altura del
cuello.
No me había dado cuenta; no era nada que se saliese
de lo normal en mí, salvo que bajo aquel desastre llevaba
un bonito vestido.
—Estaba..., he cocinado y he limpiado... —traté de
explicar.
—Lo más sucio que hay en toda esta torre eres tú
—dijo él.
Cierto, aunque cruel de todas formas. Me sonrojé y
me dirigí cabizbaja hacia la mesa. Lo coloqué todo y lo
revisé, y con una sensación de pesadumbre reparé en
que con el tiempo que me había pasado dando vueltas,
todo se había quedado frío excepto la mantequilla, que
ahora era una masa reblandecida en su platito. Hasta mi
maravillosa manzana asada se había solidificado.
Me quedé mirándolo consternada, tratando de decidir
qué hacer. ¿Debería llevármelo todo abajo? ¿O a lo mejor no le importaba? Me di la vuelta para mirarle y
casi grito. Se hallaba justo detrás de mí observando la
comida por encima de mi hombro.
—Ya veo por qué temías que te asase —dijo mientras
se inclinaba para levantar una cucharada del estofado
después de atravesar la capa de grasa que se enfriaba
en la superficie, y volvió a vaciarla en el cuenco—. Tú
serías mejor plato que esto.
—No soy una cocinera espléndida, pero... —empecé
a decir con la intención de explicarle que no era tan
horrible, sólo que no estaba acostumbrada; él me interrumpió
con un bufido.
—¿Hay algo que sepas hacer? —me preguntó en
tono de burla.
Si estuviese más preparada para servir; si alguna vez se
me hubiera ocurrido que de verdad podía elegirme a mí;
si me hubiese preparado; si me hubiera sentido menos
triste y agotada y si me hubiese sentido un poco orgullosa
de mí en la cocina; si él no me hubiese tomado el pelo por
ir hecha un trapo, como lo hacían todos mis seres queridos,
pero con malicia en lugar de afecto... Si se hubiera
dado alguna de esas cosas, y si yo no me lo hubiese llevado
por delante en las escaleras, es probable que me hubiese
limitado a sonrojarme y a salir corriendo.
En cambio, lo que hice fue tirar la bandeja sobre la
mesa, fuera de mí, y gritar:
—¡¿Por qué me habéis escogido a mí, entonces?!
¡¿Por qué no os habéis llevado a Kasia?!
Cerré el pico en cuanto lo hube dicho, avergonzada
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y horrorizada. Estaba a punto de abrir la boca para retirarlo,
para decirle que lo sentía, que no iba en serio, que
no insinuaba que debería ir y llevarse a Kasia en mi lugar;
que le prepararía otra bandeja...
—¿A quién? —preguntó él con impaciencia.
Lo miré boquiabierta.
—¡A Kasia! —exclamé, pero él se limitó a mirarme
como si estuviera dando más pruebas de mi imbecilidad,
y en la confusión olvidé mis nobles intenciones—.
¡Os la ibais a llevar a ella! Ella es..., es lista y valiente, y
una cocinera espléndida, y...
A cada instante parecía más irritado.
—Sí —me interrumpió entre dientes—, recuerdo a
esa niña: ni tenía cara de caballo ni era un desastre espantoso,
y me imagino que tampoco estaría refunfuñándome en este preciso momento: ya basta. Vosotras,
las aldeanas, sois todas un tedio al principio, unas más y
otras menos, pero tú estás demostrando ser verdadera
y notablemente incompetente.
—¡Pues no tenéis que quedaros conmigo! —estallé,
herida y enfadada, irritada y con cara de caballo.
—Muy a mi pesar —dijo él—, ahí es donde te equivocas.
Me cogió la mano por la muñeca y me dio rápidamente
la vuelta: permaneció a mi espalda, muy cerca, y
me estiró el brazo sobre la comida en la mesa.
—
Lirintalem —dijo, una palabra extraña que sonó
líquida en sus labios y resonó nítida en mis oídos—.
Dilo conmigo.
—¿Qué? —Jamás había oído esa palabra.
Sin embargo, él se aproximó más aún y presionó
contra mi espalda, me acercó la boca al oído y susurró,
terrible:
—¡Dilo!
Temblé, y tan sólo con la esperanza de que me liberase,
la dije con él, «
Lirintalem», mientras me sostenía la
mano extendida sobre la comida.
El aire se onduló sobre las viandas, una visión horrible,
como si todo el mundo fuera un estanque en el que
él tiraba piedras. Cuando se asentó de nuevo, la comida
había cambiado por completo. Donde estaban los huevos
cocidos había un pollo asado; en lugar del cuenco
de estofado de conejo, un montón de habas de primavera
pequeñitas y frescas, aunque hacía siete meses que no
era temporada; en lugar de la manzana asada, una tartaleta
de rodajas de manzana finas como el papel, salpicada
de pasas gruesas y bañada en miel.
Me soltó. Me tambaleé y me agarré al borde de la
mesa, sentía los pulmones vacíos como si alguien se me
hubiera sentado en el pecho; como si me hubiesen estrujado
para sacarme el zumo como a un limón. Los
ojos me hicieron chiribitas, y me incliné medio desmayada.
Lo veía de forma distante, cómo observaba él la
bandeja con un extraño gesto en la frente fruncida,
como si estuviera al tiempo sorprendido e irritado.
—¿Qué me habéis hecho? —susurré cuando pude
volver a respirar.
—Deja de quejarte —dijo con desdén—. No es nada más que un conjuro. —Cualquier sorpresa que hubiera
podido sentir se había desvanecido; hizo un gesto con la
mano hacia la puerta conforme se sentaba a la mesa
ante su comida—. Muy bien, márchate. Está claro que
me harás desperdiciar una desmesurada cantidad de
tiempo, pero por hoy ya he tenido suficiente.
Por lo menos, estaba encantada de obedecer aquello.
No traté de recoger la bandeja, me limité a salir despacio
y en silencio de la biblioteca con la mano acunada
contra el cuerpo. Aún me notaba tan débil que trastabillaba.
Tardé cerca de media hora en llegar al piso más
alto, escaleras arriba, después me metí en la pequeña
habitación y cerré la puerta, empujé el tocador para ponerlo
delante y me dejé caer en la cama. Si el Dragón se
acercó hasta la puerta mientras dormía, yo no oí nada.
Extracto de Un cuento oscuro
, © Naomi Novik/Planeta, 2016. La traducción es de Julio Hermoso.