
“Hablar de Bram Stoker es hablar, ineludiblemente, de Drácula”
El pasado
8 de noviembre se cumplieron
166 años del nacimiento de
Bram Stoker. Stoker fue un hombre ocupado; crítico
de teatro para el periódico
Dublin Evening Mail (cuyo
copropietario era nada menos que
Joseph Sheridan Le Fanu, autor de
La posada del dragón volador, entre otras obras), conoció a
Henry
Irving –uno de los actores más famosos de su época– después de
hacerle una crítica positiva, y se convirtió en su asistente
personal y gerente del teatro que poseía, el
Lyceum Theatre en
Londres. Bram Stoker escribió ensayos, destacó como atleta en su
universidad, donde se licenció en ciencias y matemáticas, conoció
a
Oscar Wilde y a
Whalt Whitman; viajó mucho, al lado de Irving.
Pero por encima de tantos logros, Bram Stoker pasó a la historia
como el autor de una novela que al principio pensaba nombrar,
The
Un-Dead (El no muerto), y que finalmente, publicada en 1897, se
tituló
Drácula. El oscuro antagonista de aquella novela
construida a partir del punto de vista de varios narradores se
convertiría en
uno de los iconos del terror más universales,
reconocibles e influyentes de todos los tiempos; Stoker quedó unido
para siempre a
Drácula, y éste le dio, como a su prole vampírica,
la inmortalidad.
Hablar de Bram Stoker es hablar,
ineludiblemente, de Drácula; esta es –y otra vez podemos usar la
analogía con el vampirismo– a la vez una bendición y una
maldición. A la sombra de Drácula quedan y quedarán para siempre
todas sus demás creaciones; para ser justos, ninguna llega ni por
asomo a la potencia de la del Conde, pero tampoco tendrán nunca la
oportunidad de ser juzgadas y valoradas por si mismas puesto que es
inevitable compararlas, y al hacerlo siempre palidecerán. ¿Habría
odiado Stoker a su personaje (como dicen que Conan Doyle odió a
Holmes) de haber presenciado su enorme éxito? Para alguien con
aspiraciones de escritor, sin duda lograr un éxito tal es un sueño,
pero a la vez parece descorazonador saber que uno nunca logrará
hacer nada más que pueda igualarlo. No igualaron aquel hito, desde
luego, obras como La guarida del gusano blanco (1911), cuyo
único mérito es suponer un precedente a Lovecraft en lo que
respecta a entidades vermiformes de incomprensibles motivaciones, o
La Dama del Sudario (1909), que más parece una broma a costa
de las primeras novelas góticas que un intento real de hacer algo
reseñable. Mucho más interesantes son los relatos que se recogen en
el tomo El invitado de Drácula, antología editada en vida del
autor, y que en España acaba de editar, con algunos añadidos,
Valdemar (en el seno de su mítica colección "Gótica"). Si queremos
ver “el otro Stoker” podemos dirigirnos a este volumen donde hay
algunos relatos realmente inquietantes como “El entierro de las
ratas” o “El sueño de manos rojas”, aparte del interesante
cuento que da nombre a la antología, y que Stoker redactó con la
intención de usarlo como primer capítulo de la novela,
descartándolo luego.
Aparentemente,
Drácula alcanzó el
estrellato mucho después de la muerte de su creador, a partir de sus
primeras adaptaciones al cine. Antes de ello, la novela había
recibido buenas críticas (Arthur Conan Doyle, sin ir más lejos, la
consideró una de las cumbres de la literatura de terror;
curiosamente, su Sherlock Holmes es junto a Drácula el personaje de
ficción más veces llevado al cine) pero sin pasar a un primer plano
en el mundo de la ficción. Como el personaje que le da nombre, la
novela pasó al principio más o menos desapercibida; sus oscuros
secretos solo al alcance de unos cuantos, una leyenda de oscura
reputación aún oculta al gran público. Con la llegada de las
primeras adaptaciones al cine,
Drácula abandonó la tenebrosa
Transilvania para adentrarse en la pantalla grande y presentarse en
sociedad de modo indeleble; la novela siguió pues el mismo recorrido
que su personaje.
La primera de estas afortunadas
adaptaciones,
Nosferatu (1922,
Friedrich Wilhelm Murnau) fue
una versión no autorizada, disfrazada para evitar el pago de los
derechos de autor a la viuda,
Florence Stoker, quien finalmente y
después de un largo litigio consiguió que se retirara del mercado y
fueran destruidas sus copias; algunas se salvaron, gracias a lo cual
más tarde pudo ser recuperada. La siguiente adaptación, y la primera
que tomaría legítimamente el nombre de “Drácula” llegaría en
1931 de la mano de
Tod Browning, con un ahora legendario
Bela Lugosi
como protgonista. Desde entonces la novela ha visto multitud de
adaptaciones; la de 1958 a cargo de
Terence Fisher, con un titán
como
Sir Christopher Lee como protagonista y un elenco completado con
Peter Cushing (Van Helsing) se convirtió enseguida en objeto de
culto. El mismo Lee protagonizaría varias secuelas, muchas de las
cuales tan absurdas que solo su interpretación, y su pasión por el
personaje, puede salvarlas. Mi generación seguramente recuerda la de
Francis Ford Coppola con
Gary Oldman, pese a ser, de estas tres grandes, quizás
la peor; y todo esto sin mencionar las innumerables adaptaciones al
cómic, a la televisión o a la infinidad de imitaciones y/o
homenajes que inspiró.
Ahora mismo, en 2013, Bram Stoker sigue
sin duda muy vivo a través de su Drácula, que aún es el
paradigma del monstruo con clase, un referente el impacto del cual
quizás solo el Frankenstein de Shelley puede igualar ( con quien
constituye, por cierto, una dicotomía muy interesante, completamente
polarizada; el inmortal inhumano y el monstruo marginado, hijo uno de
la superstición, otro de la ciencia, ansiando integración el uno,
depredador desdeñoso el otro, ambos monarcas absolutos del
imaginario del terror). Cuando dentro de poco vea la luz la última
de esta recula de adaptaciones, la série homónima que la NBC está
preparando, y Drácula se encarne en Jonathan Rhys Meyers como lo
hizo con Sir Christopher Lee, Bela Lugosi o Gary Oldman, recordaremos
otra vez a Bram Stoker, el hombre que creó al mito sin verlo
ascender como tal (a partir de retazos de leyendas europeas, un
personaje histórico real y mucha habilidad), sabiendo que, si esta
nueva forma nos decepciona, siempre nos podremos refugiar entre las
páginas de su obra inmortal.